Cuando una persona se define a sí misma como atea, no se limita a determinar la no existencia de Dios. Entran en juego otros aspectos igualmente fundamentales.
Aparece una determinada concepción del ser humano. El hombre es un ser no necesitado de tutelas de “otro mundo”. Su destino no está predeterminado por un ser superior, lo que conlleva asumir una gran responsabilidad. De nosotros depende alcanzar la felicidad en esta vida, la única que hay; pero también la de nuestros semejantes. No son posibles soluciones únicamente individualistas, se necesitan, como mínimo, unas normas que hagan posible una pacífica convivencia. Pero esta responsabilidad no es posible asumirla sin libertad de pensamiento y de acción. Responsabilidad y libertad conforman dos caras de una misma moneda.
La herramienta aconsejable para desenvolverse en este mundo único y terrenal es la razón. Pensar es mantener una conversación interiorizada entre imaginarias personas que mantienen puntos de vista en un principio divergentes hasta alcanzar un consenso. Cuando nosotros razonamos con otras personas, este proceso se exterioriza. La razón no deja de ser normas compartidas (las de la lógica y los hechos comprobados) para alcanzar conclusiones aceptables por todos a partir de unas premisas. Es la mejor manera de alcanzar acuerdos en el seno de las comunidades humanas, sean del tamaño que sean, aunque no sea lo mismo debatir en un grupo reducido de individuos que en uno amplio, la nación por ejemplo. Otra manera es la imposición simple de unos sobre otros, que sólo ha acarreado desgracias y una cadena de conflictos sin fin. Por tanto el que razona no debe imponer sus puntos de vista mediante la violencia, pero tampoco debe aceptar que se le impongan a él si la parte contraria no ha seguido las normas propias de la razón.
Inevitable resulta entonces que el ateo intente comprender el fenómeno religioso, determinar qué papel ha jugado a lo largo de la historia, por qué ha surgido y por qué se mantiene, y que, por último saque sus propias conclusiones y las exponga para el conocimiento general. Esta manera de proceder provoca, bastantes veces, elevados niveles de hostilidad entre los creyentes que pueden dar lugar a situaciones desagradables y que el ateo, por un comprensible deseo de tranquilidad, intente evitar aunque eso suponga renunciar a expresarse con absoluta libertad y que le tiente a hacer dejación de su responsabilidad para conseguir un mundo (único y terrenal) mejor.
Para superar estas situaciones desagradables se necesita un compromiso ateo con las ideas que subyacen en esta postura. El mundo de las ideas se construye a través de las aportaciones de los individuos y de las organizaciones que estos individuos puedan formar, la mayoría de las veces con esfuerzo y dedicación, soportando pequeñas o grandes dificultades. Por razones que sería largo desarrollar aquí, el fenómeno religioso dista mucho de desaparecer por sí solo a pesar de que, como es fácil de documentar, a lo largo de la historia ha provocado (y sigue provocando) sufrimiento, intolerancia e incomprensión entre los hombres.
Mediante el compromiso ateo se asume nuestra libertad y nuestra responsabilidad para decir y proclamar lo evidente: Dios no existe, salvo que se demuestre lo contrario; y para proceder en consecuencia.
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